El progreso tecnológico siempre ha venido con su ración de promesas utópicas y sus consecuencias apocalípticas. Los amores perdidos en la arena digital, las amistades sin roce humano, y el viejo arte de vivir convertido en una partida de ajedrez jugada contra uno mismo, son los nuevos dramas de nuestra era. Y no hace falta ser un filósofo griego exiliado en Silicon Valley para entender que algo huele a podrido en este reino virtual.
Tomemos, por ejemplo, a nuestro héroe contemporáneo IdealOne5733, un usuario que lloraba la pérdida de las funciones de juego de roles eróticos en Replika, una de esas aplicaciones que prometen ser “tu mejor amigo,” siempre ahí, siempre atento, pero que en realidad es más fría que el abrazo de un político en campaña. “Es como estar enamorado de alguien que ha tenido una lobotomía,” escribió IdealOne5733 con una sinceridad brutal. Y claro, ¿cómo no sentir pena por él? Es la tragedia moderna: estar acompañado por un algoritmo, un compañero que nunca será humano ni mucho menos emocionante.
La famosa psicoterapeuta belga Esther Perel, siempre aguda, habla de Intimidad Artificial, un fenómeno en el que uno puede tener a alguien justo enfrente y, sin embargo, estar tan emocionalmente presente como un ficus en una maceta en una reunión familiar. Y es que la tecnología ha perfeccionado el arte de la atención distraída. Pantallas, redes sociales, y aplicaciones de citas, todos ellos nos dan la ilusión de estar conectados cuando, en realidad, vivimos en un carnaval de desconexiones, como un circo donde los trapecistas vuelan sin red.
Las pantallas, esas sirenas del siglo XXI, nos susurran promesas dulces: música, cine, comida, sexo, todo a demanda, sin el menor esfuerzo. Es un mundo donde la fricción es un enemigo a abatir, cuando, irónicamente, es precisamente la fricción la que da sabor y vitalidad a las relaciones humanas. Perel, siempre sabia, afirma que el erotismo no es necesariamente sexo, sino esa chispa de vitalidad y curiosidad que nos hace sentir vivos. Pero, ¿quién quiere chispa cuando se puede tener Netflix y un algoritmo que te entiende a la perfección?
El problema es que estamos criando una generación de humanos que no saben qué hacer con el caos de la vida real. Amores que terminan mal, conversaciones incómodas, silencios tensos; todo eso que antes se resolvía a base de paciencia y tabaco (cuando el tabaco todavía era un placer permitido), ahora es una molestia que se barre debajo de la alfombra digital. ¿Convivir con otro ser humano? Vaya tontería, si puedes tener un avatar que nunca se queja de tus ronquidos.
Y así seguimos, perdidos en la comodidad de nuestras pantallas, mal equipados para la naturaleza caprichosa del amor y la vida. Especialmente los jóvenes, esos que, según Perel, crecen pensando que todo en la vida se puede pausar, optimizar o deslizar hacia la izquierda. Ah, la juventud perdida, incapaz de manejar la más mínima adversidad porque los inconvenientes, en este nuevo mundo tecnológico, son simplemente bugs que hay que eliminar.
Así que aquí estamos, amigos. Entre algoritmos que nos prometen amor eterno y aplicaciones que nos venden la perfección sin esfuerzo, hemos llegado a un punto donde la intimidad genuina es un lujo que se extingue, como una especie en peligro. Y quizá, al final, no necesitamos más tecnología, sino un poco de buen y viejo caos humano. Porque la vida, queridos lectores, no tiene botón de “optimizar”.
